MURAL EN PUERTO MADRYN
QUE RECUERDA EL DÍA EN QUE LA CIUDAD
SE QUEDÓ SIN PAN
Fue el 19 de junio de 1982, cuando más
de 4.000 soldados llegaron a bordo del Canberra luego de la capitulación y el
pueblo se volcó a las panaderías para darles de comer.
Un artículo para compartir en familia:
Historias de Malvinas / El
día en que Madryn se quedó sin pan
Federico Lorenz, historiador, escritor, y actual
director del Museo Malvinas, escribió este conmovedor cuento basado en un hecho
real: el día en que 4.100 soldados volvieron al continente después de haber
combatido. A través de los ojos de un niño de once años describe el drama de la
guerra
30/03/2017
18:09
Federico
Lorenz,
historiador, investigador, escritor, experto en el conflicto del Atlántico Sur
y actual director del Museo Malvinas, escribió este maravilloso cuento
-que integra el libro, "La historia se hace ficción I – Para pensar las
efemérides en el aula", con relatos de Hinde Pomeraniec, Liliana
Bodoc, María Inés Falconi, Mario Méndez y Ana María Shua – donde se recuerda el histórico
hecho de solidaridad y la movilización de todo un pueblo que no quiso darle la
espalda a los héroes. El 19 de
junio de 1982, el buque británico Canberra arribó al muelle de
Puerto Madryn con más de 4.100 soldados que volvían de la guerra.
Fue "el día en que Madryn se quedó sin pan": los jóvenes combatientes llegaron a la ciudad pidiendo un trozo de pan, el alimento básico que no habían podido consumir durante todo el conflicto armado. La gente, emocionada, se acercó a los camiones del Ejército, rompió el cerco militar y extendió sus brazos ofreciendo pan y comida.
Fue "el día en que Madryn se quedó sin pan": los jóvenes combatientes llegaron a la ciudad pidiendo un trozo de pan, el alimento básico que no habían podido consumir durante todo el conflicto armado. La gente, emocionada, se acercó a los camiones del Ejército, rompió el cerco militar y extendió sus brazos ofreciendo pan y comida.
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Hay cosas
que uno termina de entender recién cuando crece. A veces, simplemente porque
madurás; otras, porque tenés hijos y comprendés cómo piensa un chico. O porque
en el momento en el que ocurrieron no estabas preparado para lo que alguien te
dijo. Hay cosas que no se entienden hasta que pasa el tiempo. Hasta que
un día, como en un rompecabezas enorme que es tu propia vida, la pieza que no
encajaba calza perfecto. Entonces, lo que pensabas que era de una manera resulta
ser de otra. O por fin podés poner en su sitio una imagen, o recibir una
respuesta que esperabas y que en su momento nadie te dio.
respuesta que esperabas y que en su momento nadie te dio.
Yo, por
ejemplo, tardé muchos años en entender por qué, durante la guerra de Malvinas, mi mamá lloraba pegada a la radio
cada vez que salía un comunicado del gobierno militar e informaba sobre cómo
iba la guerra. Y ella tampoco me lo podía explicar, solamente le corrían las
lágrimas mientras alisaba en silencio el mantel de hule de la cocina de casa.
Es más, ahora escribo "gobierno militar", pero entonces, para mí,
como para muchas personas, era solo "el gobierno". Yo era
chico y no sabía que para elegir presidente se vota. Para mí ser general
y ser presidente era más o menos lo mismo.
Tardé
mucho tiempo, también, en entender por qué un soldado no me quiso contar lo que
había hecho en la guerra. ¡Lo tuve ahí, sentado conmigo toda una tarde en la cocina de casa,
recién llegado de las Malvinas, y no me contó nada de lo que yo quería saber!
Pero claro, eso es lo que pasa: que a veces lo que querés que te cuenten no es
lo que las personas quieren contarte. O porque no pueden, o porque prefieren
cuidarte.
Ahora
soy grande y puedo recordar muchas cosas de manera distinta. En realidad,
recién ahora las entiendo. Pero en 1982 yo tenía once años, vivía en Puerto
Madryn, la ciudad de las ballenas, y cuando el 2 de abril anunciaron por
radio que los soldados argentinos habían recuperado las Islas Malvinas, me puse
muy contento. En la escuela nos pusimos escarapelas y cantamos la marcha en
el patio.
Y cuando
supimos que los ingleses habían mandado una flota para echar a los
argentinos, no me dio ni un poquito de miedo, no. Hasta diría que me
entusiasmé, porque a mí me gustaba jugar a los soldaditos. Tenía muchos, de
plástico, en una lata de dulce de batata. Y cuando comenzó la guerra, empecé
a jugar a argentinos contra ingleses. Antes, en 1978, el año del Mundial,
había jugado a argentinos contra chilenos. Y siempre, siempre, ganábamos. Yo
ponía las filas de tiradores bien parejitas y les tiraba con bolitas, hasta que
no quedaba ni uno solo de los enemigos.
Nosotros,
en la Patagonia, estábamos más cerca de nuestros soldados. Corríamos nuestros riesgos
también. En la escuela nos enseñaron a meternos debajo de los bancos en caso
de un bombardeo. Como si la madera de los pupitres pudiera hacer algo
contra las bombas. Pero me doy cuenta de que era una forma de estar
organizados, de participar de la guerra nosotros también. Había que hacerle
caso a la gente de Defensa Civil. Teníamos sitios asignados a los que había que
ir si la ciudad era atacada. Y también nos enseñaron a colaborar en los
oscurecimientos: tapar con una frazada las ventanas de la casa… Para mí
todo era como una aventura.
En
la escuela, también armamos encomiendas y escribimos cartas para los
soldados. A ninguno en particular. Eran las cartas "a un soldado
argentino", que escribíamos para darles aliento. Pero como mucha gente
de Madryn tenía familia en Malvinas, por ser de la Marina, o del Regimiento 25,
en Sarmiento, a unas horas de Madryn, también les escribíamos directamente a
ellos. Llegaban muy pocas respuestas, pero a nadie le llamaba mucho la
atención.
Las
noticias eran escasas. Más que nada la radio y "60 minutos", el
noticiero de Argentina Televisora Color. Me acuerdo del locutor que decía muy serio:
"Nosotros le damos la información, usted la recibe, la analiza, y saca sus
propias conclusiones". También leíamos los diarios y las revistas de
Buenos Aires, que convencí a mi mamá de comprar porque estaban llenas de fotos
y de dibujos de aviones y barcos.
Toda la
ciudad era un gigantesco rumor. Mi papá llegaba de la calle y comentaba lo que
decía la gente. Madryn era una ciudad chica, no como ahora. Mis papás tenían
una tintorería y mi mamá también cosía. Trabajaban para la gente de YPF y para
Aluar, la empresa de aluminio que tenía el muelle más grande del mundo.
"Es un puerto de aguas profundas", me explicó entonces mi papá, en el
que podían atracar barcos grandes. Así que hablaban con muchas personas.
Comentaban de los barcos que habíamos hundido, de los aviones que nos habían
derribado, de lo difícil que se hacía llegar a Comodoro, que era la
principal base para pasar a Malvinas. Al final, a principios de junio, todos
esperaban que viniera el papa Juan Pablo II y arreglara las cosas.
La guerra
terminó un lunes. Pasó
toda esa semana y nadie sabía nada. Recuerdo que, mientras guardaba mis
soldaditos en la lata, pensé que no sabía adónde van los soldados cuando la
guerra termina.
En la
escuela era como si no hubiera sucedido nada, pero algo flotaba en el aire que
te obligaba a estar triste. Ya casi no se hablaba de las noticias. No se sabía qué iba a pasar con
los chicos argentinos en las islas. La señorita estaba seria y callada, como si
hubiera olvidado todo lo entusiasmada que había estado antes. La gran novedad
de la semana fue que nevó, lo que en Madryn no pasa casi nunca. Como si el
cielo se hubiera puesto triste también.
Los
ingleses reunieron a casi todos los prisioneros argentinos en un gran
campamento en el aeropuerto de Malvinas. Pero eran muchos miles de hombres con poca comida,
frío y en malas condiciones de higiene. Así que decidieron devolverlos. Los
chicos volvieron a casa en barcos ingleses. Llegaron un sábado a media tarde.
La noche anterior, algunas personas decían que a lo mejor los mandaban
directamente a Bahía Blanca, que era la principal base naval argentina. Pero
otras contestaban que no, que seguro los iban a traer en un barco grande, y
entonces iban a venir a Madryn, al muelle de Aluar.
A la mañana
siguiente, cuando la gente salió temprano para hacer las compras y vio que la
ciudad estaba llena de militares, ya nadie tuvo dudas. ¡Los iban a traer a
Madryn! Había un cordón del Ejército, la Marina y la Prefectura a lo largo de
la costanera, mientras una columna de camiones verdes y micros subían al
Norte, para el lado de Aluar. Había que prepararse para recibir a los
soldados.
Yo no sé
si alguien dio la idea, pero muchas familias se pusieron algo celeste y
blanco. Papá agarró la bandera del Mundial, mamá casi me estranguló con una
bufanda celeste y armó una canasta con comida y termos de café y mate.
Para el mediodía, las familias, como en un picnic gigantesco, se habían ido a
la orilla del Golfo Nuevo, como cuando llegaban las primeras ballenas. Hasta
reposeras se llevaron. Y mate, y facturas, y algún sándwich. Al mediodía,
sobre el horizonte, apareció un barco inmenso. Era un transatlántico inglés, el
Canberra, la gigantesca ballena blanca en la que llegaron los soldados
argentinos desde las islas.
Era la
primera vez en mi vida que veía un barco de lujo, y justo era ese. Vimos cómo
se acercaba a la costa, escoltado por un destructor de los nuestros que, junto
a la mole blanca, parecía uno de esos delfines que juegan con los navegantes.
Los rumores iban y venían a un millón de kilómetros por hora. En Madryn vive
mucha gente que sabe de cosas de mar:
—Tiene
que subir el práctico para atracar.
—¿El "práctico"?
—Hijo, ya te conté, es un marinero que ayuda al capitán a entrar a puerto. Conoce las profundidades, las corrientes…
—Ah.
—Van a bajar primero a los heridos.
—Fíjense, el barco inglés tiene la bandera argentina.
—Es lo que hay que hacer, es de procedimiento —explicó un jubilado de Prefectura.
—¿El "práctico"?
—Hijo, ya te conté, es un marinero que ayuda al capitán a entrar a puerto. Conoce las profundidades, las corrientes…
—Ah.
—Van a bajar primero a los heridos.
—Fíjense, el barco inglés tiene la bandera argentina.
—Es lo que hay que hacer, es de procedimiento —explicó un jubilado de Prefectura.
Para
las tres de la tarde, según supimos, ya habían desembarcado los soldados en
el muelle. Pero no dejaban acercarse a nadie, ni a los periodistas. Parece
que querían llevarlos directamente al Norte: a sus provincias, a sus
regimientos, a sus casas.
Nadie, a
orillas de la ruta, frente al mar, se había movido de su sitio. Los guardias, a
ambos lados del camino, parecían cansados y, algunos, tan ansiosos como
nosotros. La mayoría eran soldados que solo por una cuestión de tiempo o
de suerte no estaban volviendo ahora en ese barco. Soldados que también habían
sido movilizados al Sur, pero a quienes el final de la guerra, tan de repente,
no les había permitido hacer el cruce a las islas. Ellos, ahora, estaban entre
los soldados que volvían y nosotros, que queríamos recibirlos. Me pregunto
hoy qué pasaría por la cabeza de los que se habían salvado de ir.
Y de
repente, apareció la cabeza de la columna de camiones que traían a los
soldados desde el muelle. Los vehículos avanzaron por la ruta y luego
enfilaron por la costanera hacia el centro de la ciudad. El cordón compacto de
militares se mantenía a lo largo de la avenida. Uniformes verdes, azules,
blancos, una barrera de caras asustadas de soldados limpitos para que los
camiones cargados de soldados de Malvinas se dirigieran sin ser molestados
hasta los galpones que habían preparado para recibirlos. Enseguida se supo.
Los llevaban a las barracas Lahusen, donde ahora está el bingo. Los camiones
verdes traían las lonas bajas.
—Les van
a dar de comer, van a pasar lista, y los van a mandar a Trelew y de ahí de
vuelta a sus casas.
—¿Por qué los traen así, como delincuentes? —preguntó alguien de repente, a nuestro lado.
—No quieren que veamos cómo están —dijo mi mamá, y se puso a llorar.
—¡Los esconden, habrase visto!
—¿Por qué los traen así, como delincuentes? —preguntó alguien de repente, a nuestro lado.
—No quieren que veamos cómo están —dijo mi mamá, y se puso a llorar.
—¡Los esconden, habrase visto!
Sí, los
escondían. Pero
algo, y eso es lo que tardé tiempo en entender, había cambiado. O
empezaba a cambiar, que es lo mismo, porque ya de grande comprendí que las
cosas no cambian de golpe. Es que cuando asomó el primero de los camiones
militares, un vecino empezó a aplaudir, y el aplauso se extendió como una ola
que acompañaba a los chicos que volvían. La gente, de a poco, fue avanzando
sobre los cordones de soldados plantados sobre la calle. Después, a los
aplausos que no cesaban, siguieron los gritos.
—¡Bienvenidos!
¡Vivan los chicos! ¡Bienvenidos!
—¡Dios los bendiga!
—¡Argentina! ¡Argentina!
—¡Chicos! ¡Chicos! ¿Están bien?
—¡Dios los bendiga!
—¡Argentina! ¡Argentina!
—¡Chicos! ¡Chicos! ¿Están bien?
A
medida que la punta de la columna se acercaba a los galpones, aminoraba la
marcha. Y entonces, de pronto, alguien pasó entre el cordón de seguridad, o
lo dejaron pasar. Se paró al lado de los camiones, o empezó a saltar al
paso cada vez más lento de la columna. Mabel, la fotógrafa del diario, se animó
a pararse en medio de la calle y a sacar unas fotos. Otros la siguieron. Un
grupo de vecinos se plantó frente a uno de los camiones. Y al final, tuvieron
que parar.
—¡Chicos!
¿Cómo están? ¿Están heridos? ¿Necesitan algo?
Y
entonces apareció una mano que levantó la lona, y de la oscuridad de la caja
del camión asomaron caras pálidas y sonrientes. Aparecieron y junto con
ellas llegó un vaho, un olor a un mundo desconocido y sucio del que ellos
regresaban. Sonreían: se habían salvado. En ese momento yo ni podía
imaginar lo que habían pasado.
—¡Hola!
¡Gracias, gracias!
—Sí, sí, estamos bien.
—Sí, sí, estamos bien.
Eran
caras muy jóvenes, cansadas. La gente al lado de los camiones ya era mucha.
Corrían, y les alcanzaban un termo, una factura o un pan. Los corrían con
jarros de mate cocido que les llegaban casi vacíos porque, a los saltos, el
contenido se les había derramado en el camino.
—¡Gracias, señora!
—¡Gracias, señora!
Los
soldados, en los camiones, con medio cuerpo afuera, tenían sus uniformes sucios
y grasientos.
Parecían topos salidos de algún pozo. Se escuchaban tonadas de todas las
provincias. Yo vi cómo muchos lloraban: los que los veían pasar y
también ellos, los que regresaban.
—¡Perdón, señora, perdón!
—¿Pero de qué hay que perdonarte, hermoso?
—¡Perdón, señora, perdón!
—¿Pero de qué hay que perdonarte, hermoso?
El vecino
que tenía, les daba algo. Y el que no tenía, se iba corriendo a su casa a
buscar comida. Hasta cajas de pizza les llevaron. Y los chicos, que no tenían
nada para ofrecer a cambio, empezaron a tirar desde los camiones partes de
su uniforme, y la gente se zambullía en la calle para agarrar una campera,
un gorro, un guante roñoso, capotes que volaban como pájaros verdes. Tiraban,
en agradecimiento, recuerdos de la guerra.
Pan por
unas medias verdes sucias. Una medialuna por una bufanda rotosa. Una estampita, que
revoloteó hasta que alguien la atrapó como a una mariposa. Un casco, que quedó
girando como una tortuga dada vuelta en medio de la calle, hasta que Carmine,
nuestro vecino, lo levantó y se lo guardó en la bolsa de las compras con un
gesto de triunfo. Me había ganado por un segundo.
Yo estaba
superemocionado. ¡Había visto a los soldados! Por eso no escuché entonces
las frases sueltas que también volaban con el viento:
— … frío
terrible, sí…
— … poca comida…
— … solo, siempre solo…
— … las bombas reventaban muy cerca…
— … a la noche, el miedo…
— … mis compañeros, allá…
— … atacaron de noche…
— … poca comida…
— … solo, siempre solo…
— … las bombas reventaban muy cerca…
— … a la noche, el miedo…
— … mis compañeros, allá…
— … atacaron de noche…
Las
palabras gritadas sobre el ruido de los motores eran como los jirones de
uniforme que los chicos arrojaban a la gente desde los camiones. La columna era una gran
serpiente que cambiaba la piel.
Hoy me
doy cuenta de que todavía no terminaban de volver y ya empezaban a armar una
historia de la guerra. Nos contaban lo que habían vivido, lo que habían
sufrido y enfrentado, y comenzaban a
dibujar la cara de los compañeros que se les habían muerto allá.
dibujar la cara de los compañeros que se les habían muerto allá.
Los
camiones pararon en un playón, frente a la barraca Lahusen. Los vecinos se
amontonaron delante de los galpones y de la escuela donde estaban concentrados
los soldados.
—¿Y qué
les van a dar de comer acá?
—Las raciones de combate —contestó un oficial.
—Pero ¿vienen de la guerra y les van a dar nada más que eso?
—Ah, no. Les traemos —dijeron varios de los vecinos.
—Las raciones de combate —contestó un oficial.
—Pero ¿vienen de la guerra y les van a dar nada más que eso?
—Ah, no. Les traemos —dijeron varios de los vecinos.
Y todo
Madryn, que entonces no era tan grande, fue y vino, fue con cosas para los
chicos y vino con mensajes de los soldados para sus pueblos, para sus casas
en todos los rincones de la Argentina. Anotaban teléfonos para avisar a las
familias que los soldados —hijos, hermanos, nietos— estaban bien. Porque no
es como ahora, que todos tienen celular. Antes ni siquiera había teléfonos en
todas las casas. Así que había que llamar a un vecino, o a la farmacia, o a la
escuela de un pueblo muy chiquito con una lista de nombres. Esa tarde los
vecinos trabajaron como hormigas. Llevaron y trajeron, llevaron y trajeron.
Hasta que alguien, de golpe, avisó:
—¡Ya no
queda más pan!
—¡Las panaderías no tienen más pan!
—¡Las panaderías no tienen más pan!
Fue
entonces que los vecinos se empezaron a llevar a los soldados a sus casas.
¡Había que darles de comer! Era la media tarde.
—Llamás a tu casa, te bañás, comés algo, cómo te vas a ir así.
—Llamás a tu casa, te bañás, comés algo, cómo te vas a ir así.
Supongo
que eso estaba prohibido, pero la verdad es que muchos de los oficiales dejaron
hacer. Pero no todos tuvieron esa suerte. Se escuchaban gritos desde adentro:
—¡Por
favor, avisen a casa! —y a continuación un número de teléfono larguísimo
que alguien anotaba donde podía.
—¡Miren que a la noche nos vamos! —gruñó un oficial como si fuera en el patio de la escuela—. ¡El que no esté, se queda!
—¡Miren que a la noche nos vamos! —gruñó un oficial como si fuera en el patio de la escuela—. ¡El que no esté, se queda!
El
soldado que vino a mi casa se llamaba Luis. Fue entonces cuando me pasó eso que decía al
principio, que medio me enojé, o me sentí defraudado. Mi papá lo arrastró con
suavidad, apoyándole la mano en el hombro, mientras que mamá y yo caminábamos
unos pasos atrás y ella me retaba en voz baja:
—No lo
vas a molestar, ¿eh? Mirá que tiene que estar tranquilo.
—¡Pero, mamá, yo quiero que me cuente!
—¡Shhh! No se discute.
—¡Pero, mamá, yo quiero que me cuente!
—¡Shhh! No se discute.
Cuando
llegamos a casa, Luis se sentó con timidez en una punta de la mesa. Parecía
agazapado, como a punto de salir corriendo. Pero al mismo tiempo se lo
notaba exhausto, sin fuerzas. Había apoyado una mano sobre el mantel con
los dedos extendidos. El otro brazo sostenía el peso del cuerpo en la rodilla.
La cabeza estaba hundida entre los hombros y tenía la vista clavada en el piso.
Noté su pelo revuelto y la barba un poco crecida. El uniforme estaba
manchado de carbón y grasa. La verdad es que costaba estar cerca de él: echaba
un olor dulzón —mi papá me explicó en voz baja que seguro era de la turba, que
es como un carbón que hay en Malvinas— mezclado con mugre. Por suerte, el
aroma de la fritura lo tapó un poco. Mamá se puso a cocinar unas milanesas que
parecían de dinosaurio.
—Ya estás
acá, flaco, tranquilo —le dijo mi papá.
—Sí, señor, sí. Muchas gracias, señor.
—Comés bien, te bañás si querés. ¡Tenés un olor a linyera! Mirá que justo venirte así a una tintorería… —trató de sonar gracioso mi papá.
—Sí, señor, sí. Muchas gracias, señor.
—Comés bien, te bañás si querés. ¡Tenés un olor a linyera! Mirá que justo venirte así a una tintorería… —trató de sonar gracioso mi papá.
El chico
reparó en las planchas que se veían al fondo de la casa, y sonrió por única
vez.
—¡Linyeras!
Sí, eso éramos.
—Te presto ropa, te va a ir un poco grande…
—No, no puedo dejar el uniforme, señor. Gracias.
—Bueno, como quieras.
—Te presto ropa, te va a ir un poco grande…
—No, no puedo dejar el uniforme, señor. Gracias.
—Bueno, como quieras.
En medio
de ese diálogo Luis había levantado la cabeza, y pude verle los ojos. Me dieron
miedo, parecían secos. Parecía
no mirar a ninguna parte. No se detenían en ninguno de nosotros, como si no
estuviéramos ahí, con él. Pero por un instante me miró desde muy lejos, como si
me tuviera pena. Me sentí incómodo. Porque no me pareció, entonces, la cara
de un soldado. Pero creo que es porque yo tenía once años y para mí él era
enorme. Hoy pienso que él también era un chico, con cuerpo de chico, algo más
bajo que mi papá, pero tenía una mirada de grande, porque había ido a la
guerra. Se hizo un silencio molesto hasta que mi mamá sirvió la comida.
—Comé
todo lo que quieras, hago más.
—Está bien, señora, gracias.
—Está bien, señora, gracias.
Durante
unos minutos volvió el silencio. Se escuchaban conversaciones que venían de la
calle. Pero en casa, lo único que sonaba era el ir y venir rítmico del
cuchillo, interrumpido cada vez que Luis se llevaba el tenedor cargado a la
boca. Comió mucho, mientras nosotros lo mirábamos sin probar bocado. Yo
me moría de impaciencia. Quería saber de los aviones, de los barcos, de los
cañones, quería saber qué había hecho.
—¿Vas a
la escuela, vos? —me preguntó de pronto con la boca llena.
—Sí —contesté sacando pecho—, a sexto.
—Tengo una hermana que está en quinto —dijo con sencillez.
—Sí —contesté sacando pecho—, a sexto.
—Tengo una hermana que está en quinto —dijo con sencillez.
Era mi
oportunidad. Sin mirar a mi mamá, que me iba a hacer algún gesto para que me
callara, le disparé un montón de preguntas:
—Yo les
escribí cartas. ¿Recibieron cartas? ¿Cómo son los aviones? ¿Viste a los
ingleses? ¿Tenías un cañón?
Luis pareció no escucharme:
—Yo nunca había visto el mar. Lo vi desde el avión, cuando nos llevaron a la isla… Bueno, tampoco nunca había viajado en avión. Y después lo veía desde el cerro, todos los días. Pero en el viaje de vuelta, en el barco inglés…
—En el Canberra —interrumpí.
—Sí, ahí —continuó—. Dormí en una cucheta, con tres amigos. Y nos dieron un desayuno de esos que comen ellos, con jamón y huevos revueltos. Y después, en mitad del viaje, nos dejaron salir a la cubierta del barco a tomar aire, porque había mucho olor a encierro en la panza del barco.
Luis pareció no escucharme:
—Yo nunca había visto el mar. Lo vi desde el avión, cuando nos llevaron a la isla… Bueno, tampoco nunca había viajado en avión. Y después lo veía desde el cerro, todos los días. Pero en el viaje de vuelta, en el barco inglés…
—En el Canberra —interrumpí.
—Sí, ahí —continuó—. Dormí en una cucheta, con tres amigos. Y nos dieron un desayuno de esos que comen ellos, con jamón y huevos revueltos. Y después, en mitad del viaje, nos dejaron salir a la cubierta del barco a tomar aire, porque había mucho olor a encierro en la panza del barco.
Hizo una
pausa y, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, abrió los brazos
para darnos la idea de una gran llanura. Su plato estaba vacío.
—Es
hermoso el mar. Estaba planchadito cuando nos dejaron salir; antes se había
sacudido bastante, dicen, pero yo ni cuenta que me di porque dormí como un
tronco. Y nunca vi tanta agua junta, y me sentí en paz.
—¿Y qué más? ¿Qué hiciste en la guerra?
—¿Y qué más? ¿Qué hiciste en la guerra?
Me miró
con esos ojos que me habían asustado, y que se pusieron tristes, rebuscó en el
bolsillo de su chaqueta y sacó una tira de cartón rojo:
—Cuando
subimos al barco, nos dieron esto. Te lo regalo.
Mientras me la entregaba miró fijo a mis papás.
—¡Les agradezco tanto!
Mientras me la entregaba miró fijo a mis papás.
—¡Les agradezco tanto!
Mi mamá
lloraba como
cuando escuchaba la radio. Mi papá estaba serio y tenía los ojos
brillantes. Miré lo que me había dado. El cartón decía:
Me quedé
con la tira roja en la mano sin saber qué hacer. Yo era chico y me gustaba jugar a
los soldaditos. Y ahora que tenía uno en casa, lo único que me había
contado era sobre el desayuno que le habían dado en el barco de vuelta y cuánto
le gustaba el mar. Después, alguien me explicó que esa tira era un ticket de
equipaje que en el transatlántico les ponían a las valijas, y que le dieron a
cada prisionero argentino para ubicarlo en alguna de las cubiertas, en
camarotes. Cada soldado tenía un camarote asignado con un número escrito a
mano en grandes caracteres. A Luis le tocó el "351". Al final
del ticket había un espacio para llenar con este mismo número. Otros dicen
que los ingleses se los dieron para burlarse de ellos, porque eran como
paquetes que traían de vuelta.
Pero para
ese entonces Luis ya se había ido. Porque después de que me dio esa cartulina
yo lo miré algo enojado, y ni las gracias le di. Me sentía frustrado. ¿Un
cartoncito? ¿Para qué me servía? Yo quería saber de la guerra. De los
aviones, de los tanques, de lo que había hecho. Ya atardecía. Papá miró por la
ventana y dijo:
—Me parece que deberías ir yendo…
—Sí, señor, sí. Eso es.
—Me parece que deberías ir yendo…
—Sí, señor, sí. Eso es.
Se paró
delante de mi mamá:
—Gracias, señora. Gracias de verdad. No sabe lo que vale para mí lo que me dieron hoy.
Mi mamá le pegó un abrazo como para partirlo al medio. Luis me miró y dijo:
—Guardá bien ese recuerdo, ¿eh? Mirá que es de la guerra.
—No es de la guerra… —le dije.
Me miró largamente:
—Vas a ver que sí.
—Gracias, señora. Gracias de verdad. No sabe lo que vale para mí lo que me dieron hoy.
Mi mamá le pegó un abrazo como para partirlo al medio. Luis me miró y dijo:
—Guardá bien ese recuerdo, ¿eh? Mirá que es de la guerra.
—No es de la guerra… —le dije.
Me miró largamente:
—Vas a ver que sí.
Y me
dio la mano. Me sorprendió su apretón firme, él que parecía tan chiquito.
Pero sobre todo, su aspereza. Tardó en soltarme. Pude ver el negro de tierra y hollín
en las estrías de las manos, debajo de las uñas. Me pareció que iba a pasar
mucho tiempo antes de que se le fuera.
—Ya vuelvo —dijo papá.
—Pero vamos con vos…
—Ya vuelvo —insistió con firmeza.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro como cuando lo trajimos a casa, y se lo llevó.
—Ya vuelvo —dijo papá.
—Pero vamos con vos…
—Ya vuelvo —insistió con firmeza.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro como cuando lo trajimos a casa, y se lo llevó.
Después,
de regreso, nos contó que los soldados habían subido a los camiones, rumbo a
Trelew. Yo me acosté con el cartoncito del Canberra arriba de mi mesita de
luz. Estoy seguro de que me dormí enojado, pensando en la guerra que no me
habían contado y en esa fila de camiones con las lonas bajas, marchando
hasta perderse en el horizonte, hacia el aeropuerto, hacia este presente en que
escribo porque recién ahora sé por qué esas manos estaban negras y sucias y
por qué el chico que comió en casa tenía esa mirada que en aquel momento no
entendí.